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Miedo a las peceras

A Pamela y su gato Percebes.
He conocido gatos 
Que odian la carne de pescado 
Pero duermen al sol, durante horas, 
Dentro de una pecera.
GATARSIS *
Francisco Hernández


Con tu cuerpo de estatua color naranja miras el cielo que cabe entre dos fachadas llenas de vegetación metálica. Andamios y escaleras sirven de hangares para las aves y sus sombras que siempre aterrizan primero.

La resolana acaricia el casi imperceptible vaivén de tu pelaje, en tanto, admiras tus bigotes en el reflejo de una ventana. Abandonando la contemplación inicias el ascenso por la enredadera chirriante en busca de algún bocadillo alado y una azotea dónde reposar la cena. Ensayas futuros despegues con un salto, el vacío restalla insignificante bajo tu vientre y caes ligero sobre unos peldaños plagados de turbias gotas formando charcos. 

Odias instintivamente la más mínima humedad, cualquier idea de agua es suficiente para entumecerte. Tus patas retroceden por si solas a la cornisa de un gran ventanal, cuya estrechez parece empujarte de nuevo hacia el turbio rocío. Buscas equilibrio sin dejar de ver tu reflejo en cada gota por diminuta que sea, mientras más repegas tu cuerpo contra el cristal. 

Este contratiempo sólo te recuerda el deseo de volar y tener los sentidos bien abiertos. Recuperado la compostura, lames tu pata derecha para luego limpiar tus rasgados ojos verdes. Ahora buscas tu reflejo dónde comprobar que el reciente susto no haya hecho muchos estragos en el anaranjado de tus franjas.

Miras y un movimiento ondulante ocurre al otro lado de la enorme ventana. Tus ojos logran el doble de tamaño y tus patas cambian de estáticas a petrificadas contra ese ventanal que contiene aplastantes cantidades de agua. 

Un océano imposible dónde dos peces gigantes batallan con la intensión de devorarse mutuamente. Las inmensas bestias colisionan en un enfrentamiento que amenaza con romper el cristal, la cornisa tiembla bajo tus huellas y el terror desplaza la sangre de tu pecho. Tu odio definitivo por el agua ha extinguido tus reflejos, no logras ni un parpadeo que te aparte del lugar. 

La inconmensurable visión se tranquiliza, puedes ver hilos de sangre disolverse y pedazos de carne flotar hacia la superficie inexistente. Absorto en el horror de los detalles, no te percatas que un ojo sin párpado aparece al otro lado del vidrio. El lento oleaje contrasta con tus latidos atrapados en la proximidad inminente. 

El monstruo sobreviviente se aleja dejando estelas que tiñe de añil el agua de la gran pecera, sólo para volver en menos de un instante y embestir tu imagen. El cristal no se rompe, pero la vibración te arroga de lomo sobre la humedad que no debió molestarte tanto. No caes de pie como siempre, tu cuerpo golpea fragmentando aún más los pequeños charcos, mientras la luz del sol alcanza el ventanal iluminando miles de escamas doradas que ahora regresan a las profundidades de la estancia. 

De un vuelco doloroso enderezas el lomo y sale a toda velocidad en busca de la superficie más alta. Una azotea cerca del cielo seco y de las aves que te darán alas.



  
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* Hernández, Francisco. “Gatarsis” Fragmento. El Infierno es un decir. Antología. FCE.

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